Vacaciones
Cuando yo tenía 11 años mi tía Paula, que tenía 25, decidió emanciparse. No tenía título universitario ni pareja estable, y su experiencia laboral era una sucesión de trabajos temporales sin mucho vuelo, pero ya no quería vivir con sus padres. Alquiló un apartamento diminuto y bastante decrépito, con ticholos y tablas armó estanterías en la cocina y el estudio, un par de colchones viejos hicieron de cama y sommier, y los muebles los consiguió en remates y de la caridad colectiva. No recuerdo con precisión ese ni ninguno de los otros apartamentos que ella alquiló en aquella época, creo que sólo la visitaba los días de mudanza: cuando llegaba, llena de ilusión, y cuando se iba, feliz con las perspectivas y dejando atrás una mugre indescriptible.
Yo nunca ví que mi tía fuera particularmente feliz viviendo sola; patológicamente desordenada en todos los ámbitos de su vida, parecía suspirar secretamente por una casa como la de sus padres, siempre pulcra y ordenada, o como la mía, con una familia unida y un modesto, pero firme, sentido del éxito en la vida.
Sin embargo, desde que mi tía desembarcó con sus petates por vez primera en un lugar que llamó suyo, yo quise hacer lo mismo. Obviamente 11 años es un poco pronto, pero fui madurando la idea durante mucho tiempo. De vez en cuando buscaba en los avisos clasificados las ofertas de trabajo a las que yo podía aspirar, y los alquileres de apartamentos que me podían interesar. Hablé con amigas, discutí las posibilidades, sopesé los pros y contras de cada opción, y mientras, esperé a que la oportunidad llegara.
Y la oportunidad nunca llegó en el estricto sentido de llegar, sino que ya estaba allí antes de empezar. Mis padres, especialmente mi madre, veían con buenos ojos esta aspiración mía y cuando tenía 21 años, distintos factores se conjugaron y mi deseo se cumplió, con creces. Todas ventajas, por todas partes. Por aquel entonces yo tenía novio, pero nuestro noviazgo terminó poco después, cuando cumplí 22.
Siempre quise vivir sola, y cuando tenía 22, eso fue lo que hice. No sé exactamente qué disfrutaba tanto de vivir sola, si dormir con crema en los pies, tomar agua tónica de mañana, dejar la persiana abierta por la noche y despertarme con la luz del amanecer o simplemente nunca dar explicaciones, valen tanto para mí. No sé si está tan bueno decidir guardar las cosas por color, tamaño, forma, material o caprichosa preferencia, encontrar que todo está como lo dejé, que potencialmente (y eventualmente algún día) me comería todo lo que hay en la heladera, salir y caminar sin rumbo por horas hasta que me canse y ahí volver, es una forma de vivir que pueda seguirse para siempre.
A los 23 mi vida dió un giro muy brusco, y tiré por la ventana todo lo anterior. No es que ya no me gustara, pero quizás saber que me llevaba bien con la soledad me sirvió para valorar mucho la compañía. No quisiera volver a vivir sola, pero hacerlo me gustó. Fueron como unas vacaciones en otro lugar. Más que en otro lugar, fue como vivir la vida de otra persona. Vacaciones de mí.
Yo nunca ví que mi tía fuera particularmente feliz viviendo sola; patológicamente desordenada en todos los ámbitos de su vida, parecía suspirar secretamente por una casa como la de sus padres, siempre pulcra y ordenada, o como la mía, con una familia unida y un modesto, pero firme, sentido del éxito en la vida.
Sin embargo, desde que mi tía desembarcó con sus petates por vez primera en un lugar que llamó suyo, yo quise hacer lo mismo. Obviamente 11 años es un poco pronto, pero fui madurando la idea durante mucho tiempo. De vez en cuando buscaba en los avisos clasificados las ofertas de trabajo a las que yo podía aspirar, y los alquileres de apartamentos que me podían interesar. Hablé con amigas, discutí las posibilidades, sopesé los pros y contras de cada opción, y mientras, esperé a que la oportunidad llegara.
Y la oportunidad nunca llegó en el estricto sentido de llegar, sino que ya estaba allí antes de empezar. Mis padres, especialmente mi madre, veían con buenos ojos esta aspiración mía y cuando tenía 21 años, distintos factores se conjugaron y mi deseo se cumplió, con creces. Todas ventajas, por todas partes. Por aquel entonces yo tenía novio, pero nuestro noviazgo terminó poco después, cuando cumplí 22.
Siempre quise vivir sola, y cuando tenía 22, eso fue lo que hice. No sé exactamente qué disfrutaba tanto de vivir sola, si dormir con crema en los pies, tomar agua tónica de mañana, dejar la persiana abierta por la noche y despertarme con la luz del amanecer o simplemente nunca dar explicaciones, valen tanto para mí. No sé si está tan bueno decidir guardar las cosas por color, tamaño, forma, material o caprichosa preferencia, encontrar que todo está como lo dejé, que potencialmente (y eventualmente algún día) me comería todo lo que hay en la heladera, salir y caminar sin rumbo por horas hasta que me canse y ahí volver, es una forma de vivir que pueda seguirse para siempre.
A los 23 mi vida dió un giro muy brusco, y tiré por la ventana todo lo anterior. No es que ya no me gustara, pero quizás saber que me llevaba bien con la soledad me sirvió para valorar mucho la compañía. No quisiera volver a vivir sola, pero hacerlo me gustó. Fueron como unas vacaciones en otro lugar. Más que en otro lugar, fue como vivir la vida de otra persona. Vacaciones de mí.
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